Su pelo era todo libres decisiones.
Y yo decidí.
Decidí hacer esperar a la piel
y colocarme con el verde de sus ojos un ratito más,
para ver qué pasaba si jugaba a morderme
a mil kilómetros de distancia
de su corazón marchito y su alma muda,
de sus traspiés de sus manos rotas,
de sus caricias de alguien, no mías.
Intenté beber de su misma copa.
Y sin embargo, no me enorgullezco,
no esperé.
No esperé a verla dormida y calmada
para desatar otra tormenta sin límites
y cortar las palabras, acabar con la belleza,
tirar apostando todas sin tener ninguna
y seguir muriendo por ser flor
y que me toquen las yemas de sus dedos.
Cruzar el fuego pensando en sus manos.
Matar y morir y vivir queriendo ser
en sus propios zapatos y en esas clavículas
más afiladas que las propias espinas,
respirar.
Aunque sea en un sofá rajado y con
su nuca como puerto.
Si mi destino son sus recetas veganas,
sus zapatillas pintadas y sus libros de playa,
sus brazos, sus vestidos, sus labios pintados;
sus calaveras, su pelo sin forma cierta.
Qué bonito destino aquel en el que ella está dibujada.
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